Cada día constatamos cómo los niveles de envenenamiento de la opinión pública alcanza niveles alarmantes entre la ciudadanía española. No sirve que nos engañemos: el origen está transparente. A modo de recopilación baste un vistazo al libro reciente, breve y sin desperdicio, de José Antonio Izquierdo con el título de “Los cornetas del Apocalipsis”. Los personajes cuyas falsedades se reproducen (por suerte muy sintetizadas) han actuado -y siguen haciéndolo- con absoluta impunidad. La responsabilidad, además de los libelistas allí retratados, es paradójicamente de las más altas instancias políticas de España que han permanecido mudos ante la constante avalancha de inmundicia que a todos nos salpica. Si la primera vez que Federico Jiménez Losantos escupió desde los micrófonos de la emisora episcopal aquella barbaridad de que “ETA tiene cogido a Zapatero de los vagones” se hubiese procedido a llevar ante los tribunales al autor del libelo (con una compensación millonaria de escarmiento al autor y a sus jefes de la jerarquía católica) hoy otro gallo nos cantaría. Desde las instancias obligadas ejercer la acción de la Justicia más grave cuando se ha seguido acusando por parte de Pedro J. Ramírez y sus incondicionales a policías, magistrados y fiscales de haber encubierto a los “verdaderos culpables”, sin el más mínimo asomo de prueba e incluso cambiando burdamente los términos. Aún hoy asistimos estupefactos a la inacción del Ministro de Justicia, que no dota adecuadamente al juez Pedreira con los medios humanos y materiales necesarios para culminar su ingente labor frente a ese cúmulo ingente de trabajo para aclarar los delitos de la red de corrupción Gürtel antes de encontrarnos, otra vez, frente a una vergüenza como la del caso Fabra, para cachondeo de los delincuentes y sus cómplices del partido de las gaviotas pardas.¿Por qué el Ministerio de Asuntos Exteriores no ha puesto a trabajar a toda máquina sus instrumentos de presión para que los encubridores países que ocultan fondos de esa trama respondan con diligencia a los requerimientos legales de cooperación fiscal y financiera?
¿Cuantos ciudadanos, avergonzados por el cúmulos da injurias sin fundamento que se oyen constantemente, han pedido pruebas irrefutables de lo que afirman esos cómplices gratuitos y entusiastas de los propaladores de la mierda? En todo este silencio suicida late un prurito de la izquierda, y sus ahora resignados votantes, ante una sacrosanta libertad de expresión. Estamos de acuerdo que se trata de un principio fundamental, pero sus límites son la infamia, la manipulación interesada, la contaminación de los conceptos y, en definitiva, la injuria y el bulo.
Martes día 4, 21’45 en la estación de autobuses periféricos de Príncipe Pío, de Madrid. Mi mujer y yo, una pareja de jubilados que regresaba a su casa en el autobús 545 de las 22 h., esperaba en la dársena 21 con otras pocas personas el momento de montar en el transporte público. Mi mujer charlaba de cosas intrascendentes con una mujer de origen sudamericano, tocando de pasada la presunta corrupción política presente en muchos de nuestros entornos comunes. Llegaron dos hombres a la dársena, ninguno de los cuales mostraba ni por su indumentaria ni por sus modales que pertenecieran al sector de millonarios con motivos económicos para ser conservadores. El mayor llevaba todo el rato calentando a su interlocutor con los manidos mensajes de intoxicación política que han calado en una mayoría de españoles. El otro era un chico al que probablemente yo doblaba en edad. Me volví ostensiblemente de espaldas. Ese discurso reaccionario me cansa y me pone de mala leche, y procuro aislarme. En un momento en el que hablan de los trajes de Camps (quitando importancia a esa muestra de corrupción), mi mujer comenta que “ladrones hay en todas partes”.
La reacción inmediata del joven es virulenta, dirigiéndose ofensivamente a mi mujer. Ésta se limita a un comentario liviano para rebajar la tensión ya en aumento, al tiempo que sujeta mi brazo. Me limito a musitar entre dientes: “¡Pobre España!”, que en los oídos de los dos personajes, de esta alta sociedad sobrevenida que ha creado la crispación, debió de ser un pistoletazo de salida. Los insultos y las amenazas a gritos atrajeron a los vigilantes que trataron de contener la ira descerebrada del que ya era a todas luces un enemigo declarado contra un jubilado silencioso. En un momento de furia me gritó: “¡Y tú eres tan hijo de puta como Zapatero!”. Mi prudencia ante su provocación ya me había etiquetado. Mi mujer, aterrorizada por el carácter que iba tomando el ataque sin fundamento llamó por el móvil a la policía, que dada la inmediatez de la salida del autobús aconsejó que presentásemos una denuncia a la Guardia Civil a nuestra llegada a destino, una vez que se aclaró que el individuo que nos amenazaba y su acompañante viajarían en nuestro mismo autobús. Nos limitamos a hacer el viaje conteniendo la rabia y la impotencia. Todo esto ocurrió ante testigos mudos, que consintieron las ofensas y las amenazas o las secundaron en silencio. En el viaje de regreso tuve tiempo de reflexionar sobre lo ocurrido. Pensé que a la edad del iracundo intoxicado yo estaba muy comprometido públicamente en ayudar a sentar las bases de una sociedad libre, en la que personas como la que me había amenazado con partirme la cara sin conocer siquiera mis opciones políticas (sólo mi silencio podía delatar mi talante democrático), pudieran expresarse como éste lo había hecho. Medité con pena que el grave atraso era que su voto valiese igual que el mío, una reflexión claramente antidemocrática pero realista ante lo que estamos viendo. ¿Cuándo vamos a asistir los ciudadanos indefensos a juicios en cadena por libelo? Por desgracia las mismas instancias judiciales que admitieron denuncias inventadas sobre inexistentes prevaricaciones de Garzón por parte de una panda de fachas se apresurarían a rechazar denuncias por libelo o injurias documentadas, con lo que se evidenciarían aún más las vergüenzas de ciertos comparsas togados.
A la vista de la matanza de Tucson (Arizona), realizada por otro envenenado por las consignas de la ultraderecha descerebrada y sus medios de intoxicación (que no de comunicación, ya tenemos algunas muestras aquí), nos preguntamos: ¿Habrá algún mecanismo legal para calificar como incitadores a los que estimulan la reacción ultra, auténticos talibanes políticos y mediáticos, como desencadenantes de violencia y, un poco más allá, base ideológica de un auténtico terrorismo incivil?
¿Cuantos ciudadanos, avergonzados por el cúmulos da injurias sin fundamento que se oyen constantemente, han pedido pruebas irrefutables de lo que afirman esos cómplices gratuitos y entusiastas de los propaladores de la mierda? En todo este silencio suicida late un prurito de la izquierda, y sus ahora resignados votantes, ante una sacrosanta libertad de expresión. Estamos de acuerdo que se trata de un principio fundamental, pero sus límites son la infamia, la manipulación interesada, la contaminación de los conceptos y, en definitiva, la injuria y el bulo.
Martes día 4, 21’45 en la estación de autobuses periféricos de Príncipe Pío, de Madrid. Mi mujer y yo, una pareja de jubilados que regresaba a su casa en el autobús 545 de las 22 h., esperaba en la dársena 21 con otras pocas personas el momento de montar en el transporte público. Mi mujer charlaba de cosas intrascendentes con una mujer de origen sudamericano, tocando de pasada la presunta corrupción política presente en muchos de nuestros entornos comunes. Llegaron dos hombres a la dársena, ninguno de los cuales mostraba ni por su indumentaria ni por sus modales que pertenecieran al sector de millonarios con motivos económicos para ser conservadores. El mayor llevaba todo el rato calentando a su interlocutor con los manidos mensajes de intoxicación política que han calado en una mayoría de españoles. El otro era un chico al que probablemente yo doblaba en edad. Me volví ostensiblemente de espaldas. Ese discurso reaccionario me cansa y me pone de mala leche, y procuro aislarme. En un momento en el que hablan de los trajes de Camps (quitando importancia a esa muestra de corrupción), mi mujer comenta que “ladrones hay en todas partes”.
La reacción inmediata del joven es virulenta, dirigiéndose ofensivamente a mi mujer. Ésta se limita a un comentario liviano para rebajar la tensión ya en aumento, al tiempo que sujeta mi brazo. Me limito a musitar entre dientes: “¡Pobre España!”, que en los oídos de los dos personajes, de esta alta sociedad sobrevenida que ha creado la crispación, debió de ser un pistoletazo de salida. Los insultos y las amenazas a gritos atrajeron a los vigilantes que trataron de contener la ira descerebrada del que ya era a todas luces un enemigo declarado contra un jubilado silencioso. En un momento de furia me gritó: “¡Y tú eres tan hijo de puta como Zapatero!”. Mi prudencia ante su provocación ya me había etiquetado. Mi mujer, aterrorizada por el carácter que iba tomando el ataque sin fundamento llamó por el móvil a la policía, que dada la inmediatez de la salida del autobús aconsejó que presentásemos una denuncia a la Guardia Civil a nuestra llegada a destino, una vez que se aclaró que el individuo que nos amenazaba y su acompañante viajarían en nuestro mismo autobús. Nos limitamos a hacer el viaje conteniendo la rabia y la impotencia. Todo esto ocurrió ante testigos mudos, que consintieron las ofensas y las amenazas o las secundaron en silencio. En el viaje de regreso tuve tiempo de reflexionar sobre lo ocurrido. Pensé que a la edad del iracundo intoxicado yo estaba muy comprometido públicamente en ayudar a sentar las bases de una sociedad libre, en la que personas como la que me había amenazado con partirme la cara sin conocer siquiera mis opciones políticas (sólo mi silencio podía delatar mi talante democrático), pudieran expresarse como éste lo había hecho. Medité con pena que el grave atraso era que su voto valiese igual que el mío, una reflexión claramente antidemocrática pero realista ante lo que estamos viendo. ¿Cuándo vamos a asistir los ciudadanos indefensos a juicios en cadena por libelo? Por desgracia las mismas instancias judiciales que admitieron denuncias inventadas sobre inexistentes prevaricaciones de Garzón por parte de una panda de fachas se apresurarían a rechazar denuncias por libelo o injurias documentadas, con lo que se evidenciarían aún más las vergüenzas de ciertos comparsas togados.
A la vista de la matanza de Tucson (Arizona), realizada por otro envenenado por las consignas de la ultraderecha descerebrada y sus medios de intoxicación (que no de comunicación, ya tenemos algunas muestras aquí), nos preguntamos: ¿Habrá algún mecanismo legal para calificar como incitadores a los que estimulan la reacción ultra, auténticos talibanes políticos y mediáticos, como desencadenantes de violencia y, un poco más allá, base ideológica de un auténtico terrorismo incivil?
Francisco González de Tena
Madrid, 12 de enero, 2011.
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